Bienvenidos a la Posada del Roso,
veinte años después, en jueves pero en domingo. Rodeado de muchos de sus
hombres –Juan Cobos Wilkins, Jesús
Aguado, Eduardo García, Antonio Luis Ginés, José Luis Rey, Pablo García Casado
y José Daniel García-, dispuestos como si de un cuadro se tratase (con el
rojo de la mesa incluido), Pedro Roso yace en el centro. Ha entrado a la Posada
entre abrazos y exclamaciones. No hay sillas libres. El público aguarda de pie,
con un extraño furor prendido en los ojos.
Fotografía de Lola Araque
Él sigue siendo como lo recuerda
Juan Cobos Wilkins, como ese Juan Ramón Jiménez de la foto, erguido, apoyado en
un árbol, muy recto, mirando al mundo. Esa verticalidad de ética y estética es
la que trasmitió a esos jóvenes, hoy poetas plenos, que acudían a la Posada,
lugar de encuentro, cada jueves. Años más tarde, aún sigue siendo faro de todos
ellos, luz de referencia en el camino emprendido. “Hoy Pedro es más necesario
que nunca, pasada la euforia juvenil, para volver al maestro con un café o con
un whisky”, advertía José Luis Rey,
el cual, tras contestar torpemente la pregunta que le formulaba Federico Abad,
presentador del acto, se disponía a leer un texto –“no sé qué más decirte; yo
soy más de leer”, se defendía-. En él nos trasladaba al comienzo de todo: “Era
una tarde parda y fría de invierno (…)”. Ellos eran entonces poetas de 18 años,
“niños del verbo” con poemas como juguetes, explica José Luis Rey.
Cada cual llegó a la Posada en
unas circunstancias distintas. Sin embargo, en todos resuena hoy la misma
pregunta: ¿Qué habría sido de ellos sin la Posada? ¿Se habrían comprometido con
la palabra de igual forma? Y es que podría decirse que, de una manera extraña y
compleja, cambió el mundo entonces, porque llegaron poemas, libros y premios,
pero también se forjaron grandes amistades, compañerismos cómplices, y dos
parejas (la de Pablo García Casado y Cristina y la de Eduardo García y Rafi),
aún al pie del cañón en la realidad cultural cordobesa. Fue época de siembra y
abono de muchas de las historias que se materializan hoy.
“Pedro nos enseñó la vocación
civil de la poesía”, sentencia Pablo García Casado, porque “te ponía frente a
tus propias preguntas” para finalmente formular el interrogante definitivo:
¿escribir poemas o ser poeta? Quizás la respuesta a este interrogante no habría
sido la misma sin el empeño constante de Pedro Roso y los encuentros con
diversidad de poetas que este organizaba. “Llegar a la Posada era como entrar
en un supermercado: uno podía encontrar de todo”, explica Pablo, de ahí que
Pedro favoreciera, con este tráfico de influencias y lecturas, que cada cual encontrara
su propia voz.
Fotografía de Lola Araque
Anécdotas y elogios se suceden
sin que la expresión de Pedro, mástil, apenas se altere. Tan solo algunas risas
durante la lectura de José Luis Rey ,al apelar al egocentrismo de unos jóvenes
tempestuosos, y en la intervención de José Daniel García, el más pequeño de
todos, el “alumno por antonomasia”. Cuando Federico Abad quiso cederle el turno
de la contrarréplica, este se negó. “Yo no tengo nada que replicar. Estoy
abrumado. ¿Terminamos ahora ya?”, clama Pedro, con su sencillez de siempre, y
con un “que sois muy generosos y muy buenos amigos” daba por finalizadas las
intervenciones de sus chicos.
Con el último verso de A Córdoba, de Luis de Góngora, declamado
sin micrófonos y en penumbra por Antonio Carvajal, el primer poeta invitado al
Aula de Poesía, la piel se eriza. Más aplausos y abrazos. Y luego los hombres
de Pedro (o Pedro y sus hombres) se fueron de whiskies.
Pálida señorita del paraguas
PD: Anochecía en la Posada del
Potro. Rodeados de paredes blancas, vigas de madera y macetas, el cielo (azul
clarito), con pájaros aquí y allá que buscaban ponerse a resguardo, anochecía.
Incluso, sobrevolaron el cielo de la Posada tres ala delta. Poco a poco, fue
despertándose el frescor de los patios de las casas andaluzas. Y luego la noche
y la luz. Sí, los homenajes siempre han sido nocturnos; siempre una luz que se
enciende al fondo.
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